viernes, 23 de septiembre de 2011

ELECCIONES: ATENEA VS POSEIDÓN

Atenea caminaba pensando cuál sería la mejor elección, meditaba sobre qué regalo podría ser digno de ofrecer a aquel pueblo. Necesitaba un presente que la llevara a gobernar. No le agradaba medirse con el rudo dios de los océanos pero así lo había querido su padre y no había más que hablar. Reflexionaba sobre las preocupaciones de esos tristes terrenales que parecerían estar todo el día pensando en la abundancia, en las cosechas, en la fertilidad de la tierra y en el sexo. Sus cabecitas sólo querían tener la barriga llena y disfrutar de los pocos placeres a los que tenían acceso. Si lograba garantizarles el pan y el entretenimiento serían suyos.
Poseidón bajo las olas, se encontraba en el mismo dilema. Aquella lucha que mantenía con su sobrina era extenuante y estaba abocada al fracaso. Ella era la diosa del intelecto y la razón, ante semejantes dones ¿Qué podía procurar él a aquellos infelices?
Recordaba con nostalgia los días en los que, tan sólo la fama de su cólera y el miedo a desatar su ira, era suficiente para atemorizar a los humanos y que obraran según su criterio. Pero ahora, ahora era diferente. Zeus les había dado poder, tenían la capacidad de elegir por quién querían ser regidos.
Nuevas leyes entre dioses y mortales ¿Qué necesidad había de eso? ¿Porqué negociar con un ser inferior? ¿Es que Zeus había olvidado la traición de Prometeo?
Poseidón no sólo estaba convencido de que una deidad no debía fiarse de un hombre, sino que además, le parecía un despropósito que un ser superior tuviera que aceptar el juicio de un simple mortal.
Atenea, pese a ser más ecuánime, pensaba exactamente igual.
Aún no había amanecido y ya los humanos esperaban ansiosos en la colina mientras, en el Olimpo, los dioses observaban la escena con atención; El corpulento Poseidón dio un golpe en el suelo con su tridente y súbitamente emergió un lago salado en medio de la Acrópolis. Los mortales aplaudían boquiabiertos. Atenea miró la masa de agua y la secó de un soplo. La diosa empuñó su espada y la alzó al cielo, luego, lentamente, fue bajando el brazo hasta apuntar al suelo. Inmediatamente de la tierra aún húmeda, brotó un olivo.
El árbol no arrancó, de los hombres y mujeres presentes, las mismas miradas de excitación y alegría que el lago. La diosa consciente del desánimo se dirigió a la población:
—Ciudadanos, este ser vivo garantizará vuestro alimento. Les ofrezco un bien constante y una fuente de producción de riqueza.

Más o menos de ese modo, según la mitología clásica y con las libertades imaginativas que yo me concedo, fue como Atenea consiguió ser la soberana de la ciudad que lleva su nombre, Atenas.
 Hoy, tener garantizado el sustento continua siendo la mayor preocupación de los pobres mortales, sin embargo, nuestros dirigentes no muestran con tanta transparencia "los regalos" que han pensado para nosotros... Algo ilógico pues... ¿No se resume todo a eso? ¿No debe un pueblo saber PERFECTAMENTE a qué se expone antes de dar su beneplácito a unos o a otros?
¿Y tú, estás totalmente seguro de saber qué necesitas en realidad?

P.D: Atenea también cumplió su palabra en cuanto al entretenimiento, (y aún hoy disfrutamos de él cada cuatro años) Los Juegos Olímpicos y la Procesión de las Panateneas se instauraron en favor de la benefactora de la urbe... lástima que lo que hoy entendemos por entretenimiento difiera tanto del enfoque helénico y se acerque más al divertimento Romano.
Detalle Ánfora Griega.

sábado, 17 de septiembre de 2011

GARABATOS DE PICASSO

Tenía un lápiz entre los dedos y hacía garabatos. Su mano era el reflejo de una mente incansable que necesitaba dar salida a lo que dictaba su imaginario. La crecida continua y alborotada de un rio que, sin dejar jamás de correr, pasaba ante nuestros ojos como un fenómeno contenido. La violencia en calma. Un acto que parecía mecánico pero que arrastraba todo el caudal de su intelecto.

Picasso dibujaba continuamente. En ocasiones, sólo eran trazos y líneas, otras veces, se deshacía en detalles pictóricos. Pintaba en las paredes, en los muebles, en los manteles de los restaurantes y hasta en los muros de esta Ciudad de la Luz. El soporte no parecía importarle cuando su mano poseída por el arte, le obligaba a crear. Ese día mientras almorzábamos él había elegido un trozo de servilleta como lienzo.

Aquel día estábamos casi todos. Cocteau se empeñaba en relacionar el cubismo con la métrica de los versos del siglo XVI y mientras, Apolinaire se burlaba del símil, Jacob, Braque y yo, sonreíamos conocedores de que el origen del cubismo Picasiano era África, Cézanne y la geometría pura. Nos llamaban la banda de Picasso, como si el resto fuera carente de talento. Me producía tanta rabia como orgullo. Sabía perfectamente que mi triste nombre, Juan Gris,  no gozaría de fama de no haberle conocido.  

Allí estábamos, más de doce personas degustando diferentes platos y disfrutando de exquisitos caldos. Nuestras reuniones siempre duraban horas. Embriagados tanto por el debate cultural, como por el alcohol y el opio llegó el peor momento, el momento de pagar. Nos comportábamos como burgueses acaudalados, artistas liberales de fama mundial que, hedonistas, malgastaban el vulgar dinero. En realidad, sólo uno de nosotros respondía a esa definición.

La camarera trajo la cuenta. La suma era desorbitada. Todos, sin excepción, miramos al genio. Pablo era rico desde hacía años, las obras realizadas en las primeras décadas del siglo lo habían convertido en un dios. Sería generoso, o por lo menos, eso esperábamos.
La camarera, emulando muestro gesto dirigió su mirada al pintor, él tranquilamente, concluyó el dibujo que estaba realizando en la servilleta y se lo entregó.

— ¿No lo firma? —preguntó ella.

—Intento pagar el almuerzo no comprar el restaurante —concluyó Picasso convencido de su inigualable genialidad.



No se conoce con exactitud ni dónde ocurrió, ni quiénes eran los comensales pero pese a eso, esta anécdota goza de la credibilidad de muchos  historiadores. Yo me he pasado un ratito por la mente de Gris y le he hecho tener los pensamientos que me han venido en gana… y oye, ¿Quién pude decir que no he acertado?

Si el garabato de una persona puede tener un valor incalculable… tal vez no sea un simple garabato pese a que nosotros no podamos ver más allá. O al revés, puede que muchos artistas henchidos por lograr una fama descomunal se abandonen a crear cualquier cosa pues saben que la crítica le es benévola. ¿Cómo saber qué es qué?

Y nosotros, pobres mortales, que no tenemos esos magníficos dones ¿Por qué un gesto sin importancia de una persona se convierte en un mundo? Y ¿Por qué un mundo no significa nada si no proviene de las manos deseadas? ¿Cuántas veces nos hemos deshecho por alguien o por algo y no hemos conseguido la ansiada victoria?... Energía desperdiciada.

Propongo una tregua: Todos somos Picassos para alguien y todos tenemos Picassos que no cambiaríamos por todo el oro del planeta… Así que, disfrutemos de los actos sin miedo al fracaso, pero también, sin la esperanza del éxito… ¿Realmente se puede hacer eso?

...Y  si no, ¿Qué tal un Juan Gris?                                                                      



viernes, 9 de septiembre de 2011

LUJURIA

—Nos habíamos sentado uno junto al otro, podía sentir su calor y oler su grato aroma, la luz entraba por la ventana y hacía que su rostro resplandeciera otorgándole una belleza aún mayor. Los dedos de nuestras manos se rozaban levemente mientras sosteníamos el libro que leíamos a la vez, la historia de Lancelot y Ginebra. Paolo comenzó a leer a viva voz pues se acercaba el mejor momento de la novela, describía como atraído por un deseo irrefrenable, el caballero, a sabiendas de que ella era la esposa del rey, había besado a Ginebra con gran pasión, y ella, por supuesto, respondió con igual ansia. ¡Oh Dante! lo mismo nos ocurrió a nosotros, Paolo me miró y nuestros labios se fundieron, pero en ese momento, Gianciotto, mi marido, abrió la puerta de la habitación y descubrió la traición.
—He de suponer, pues estamos hablando, que no tuvo piedad —dijo Dante.
—Desenvainó su espada y de una estocada nos atravesó a ambos. Nos envió aquí, al Tártaro, ahora todos los días, a todas horas, cada minuto, Paolo pasa frente a mí arrastrado por vientos demoníacos. El castigo consiste en que ambos anhelemos desesperadamente estar juntos pero cuando estamos a punto de tocarnos, este maldito huracán de Hades nos separe, una y otra vez, por toda la eternidad. ¡Oh Dante! te has adentrado en el Mal y este es sólo el principio dentro de muy poco presenciarás escenas horribles, verás cosas que te harán estremecer.
En 1285 Gianciotto Malatesta asesinó a Francesca de Rímini, su esposa de 23 años, y a su hermano menor, Paolo Malatesta, de 25, tras sorprenderlos besándose en su alcoba.
Cuando Dante Alighieri, en La Divina Comedia, desciende a los infiernos encuentra en el segundo círculo, de los nueve existentes en su obra, a Francesca. Según narra el poeta, en el Canto V, quién entra a ese lugar siente un dolor punzante, una intensa agonía, se escuchan sin cesar los enérgicos gritos y llantos de los condenados que han cedido a la lujuria; Sus almas están obligadas a vagar errantes, inmersas en un torbellino. Evidentemente en la Divina Comedia no se cuenta esta historia con tanto adorno ni detalle superfluo pero lo que sí está escrito, es que, tras escuchar a la pecadora, Dante se desmaya invadido por una gran melancolía.
El genial autor concluye así el Canto, no apunta nada más, pero para mí aún existe un interrogante, la gran pregunta que todos contestamos según nuestra experiencia, pero que es inevitable plantear... ¿Mereció la pena?, ¿Te arriesgarías tú?


                                                                               El Torbellino de los Amantes. William Blake

EL CONFLICTO DE WILDE

Decía frases ingeniosas creyéndose el más inteligente de la sala. Era horrible ver a Oscar hacer el ridículo de aquella manera, suponía que pensaba que, así, se ganaría al jurado. No me importaba que en la intimidad prefiriera la compañía masculina a la mía, su mujer, eso lo había olvidado, pero me rompía el corazón saber lo que iba a ocurrir. Le pedí por carta que huyera a Francia, pero rechazó mi consejo, Oscar no le temía a nada, ¿Cómo un genio puede comportarse como el mayor de los necios? Era intolerante y misógino, se mofaba y burlaba de los hombres con moral implacable, los llamaba obtusos y faltos de conocimiento. Su orgullo sería su perdición.

Sentado entre el público se encontraba Lord Alfred Douglas, Bosie, como le llamaba mi marido cariñosamente. Le miraba con atención y reía todas sus bravuconerías, jugaba con él, le divertía ver cómo podía dominar y manipular al gran Wilde. Lo observé con atención durante unos instantes, aquel burguesito parecía disfrutar con la actuación de su amado. Al verme allí, Alfred, me prodigó un gesto de hastío, para que supiera que mi presencia, no era bienvenida. Hasta los amigos más fieles de Oscar rechazaban a ese presumido.

El juez tomo la prueba, se trataba de una carta, la analizó detenidamente y la entregó al fiscal quién la leyó con voz alta y clara. Las más de cincuenta personas que se encontraban en edificio del juzgado pudieron escuchar las desesperadas palabras de amor de un amante que le imploraba a su pareja que no le abandonara. Me volví hacia Bosie y me pareció ver una sonrisa complaciente en su rostro. Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

A la salida, esposado y flanqueado por los guardias me acerqué a Oscar, entre sollozos le pregunté por qué no se había ido, él, besando una y otra vez  la mano de Bosie contesto: Francia queda demasiado lejos de mi corazón.


En 1895, Oscar Wilde se encontraba en la plenitud de su carrera, su obra La importancia de llamarse Ernesto se representaba con éxito en todo Londres, sin embargo, el excéntrico maestro parecía dominado por los deseos, del que, sin duda, resultaría ser el amor de su vida, Alfred Douglas, hijo del reaccionario noveno marqués de Queensberry.  El marqués se oponía a esta unión e hizo todo lo posible por desacreditar al escritor, lo sometió a una autentica persecución de insultos y amenazas.
Wilde al principio no hacía caso pero alentado por su caprichoso amigo lo denunció.

Con lo que el autor no contaba era con la frialdad e hipocresía de la todavía casposa sociedad londinense del siglo XIX. En la primera vista, el marqués se presentaba como acusado y Wilde como testigo. Con la certeza del vencedor y  siendo tan extremadamente vanidoso y presuntuoso como él era durante el juicio se comportó como un bufón.  Aunque de sobra era conocida la fama de Wilde en los prostíbulos para caballeros de los bajos fondos, nadie podía corroborarlo... hasta que el marqués presentó una carta de amor que Wilde había escrito a su hijo.  

Una vez iniciado el proceso legal ya no se podía parar. Víctima de leyes injustas y retrógradas, el escritor pasó a ser el acusado. Lo  condenaron a dos años de cárcel con trabajos forzados. Wilde nunca se recuperó de aquella experiencia.  

La cuestión es que pudo haber huido sin problemas. La policía estaba de su parte y tenía amigos esperando darle asilo, en toda Europa, pero se quedo. ¿Por qué? ¿Qué hizo que cumpliera esa pena tan severa? ¿Sería sólo por amor a Bosie o quería convertirse en un referente de valentía para otros hombres?... El escritor nunca se pronunció sobre ese tema.

¿Llegaríamos nosotros tan lejos por amor o por nuestros ideales?

Una cosa está clara, debemos cuidarnos de iniciar un conflicto porque puede que luego no esté en nuestras manos solucionarlo... Quizá esa persona ya no quiera nuestras disculpas, ni nuestra amistad...

¡Ah! Se me olvidaba, no creo que la esposa de Wilde, Constance Lloyd, acudiera al juicio. La verdad no me importa si realmente estaba angustiada por su marido o avergonzada, dada la mentalidad de la época. Yo me la invento a mi gusto, además ¿Quién sabe?... Tal vez sí, se sintió así.